Entre la fe y la libertad 

Como ya saben, últimamente estoy asistiendo a una iglesia nazarena; quizá incluso se ha convertido en una costumbre hacerlo los martes y jueves. La verdad es que me gusta, me genera mucha paz y, de alguna manera, una conexión más profunda conmigo mismo.
Sin embargo, no es que me haya traído problemas, sino más bien algunas discrepancias. Verán, desde hace unos años me considero agnóstico. Para los que quizá no conocen el término, el agnóstico no niega a Dios, pero tampoco lo afirma con certeza, pues admite que no hay pruebas suficientes para comprenderlo claramente. Yo asisto a la iglesia en busca de respuestas, de conocimiento, y porque, como les decía, me da una sensación de bienestar y conexión.

Lo que sucede es que, conforme voy escuchando las predicaciones de algunos pastores y amigos, noto que no comparto varias de sus ideas. No en todo, claro, pero sí en puntos clave. A veces siento que llegan a ser muy extremistas, imponiendo reglas rígidas o posturas cerradas. Por ejemplo: bailar, beber o realizar alguna actividad artística está mal si no está dirigida a Dios. Y yo discrepo totalmente. Desde mi formación sé que el alcohol es dañino en exceso, que es una droga, pero ¿realmente es un pecado compartir un par de cervezas con amigos, reír, conversar y pasar un buen momento? ¿O bailar, que no deja de ser un arte y una expresión humana de alegría y conexión social? ¿Por qué considerar un pecado aquello que nos acerca a la vida y a los demás?

La iglesia tiene ministerios con mucho talento, como el de alabanza o el de jóvenes. Chicas con voces preciosas, chicos que tocan instrumentos con gran habilidad. En un culto escuché decir que esos dones vienen de Dios y, por lo tanto, solo deberían usarse para la adoración. Y otra vez no pude estar de acuerdo. ¿Por qué restringir el arte a un solo espacio religioso? Si creemos en un Dios creador, ¿no sería lógico pensar que disfrutar y compartir un talento en cualquier ámbito también lo honra? Si todo tiene que hacerse únicamente para Él, ¿estaríamos hablando de un Dios que necesita adoración o atención constante, por la eternidad? Ese concepto se aleja por completo de mi idea de Dios. Yo prefiero pensar en un Dios que quiere que disfrutemos de la vida, que usemos nuestros talentos y, sobre todo, que amemos a los demás.

Hace poco viví una situación que refleja bien estas tensiones. Fue el cumpleaños de una amiga del trabajo: organizamos una cena, compartimos palabras, risas, un gran momento. Luego ella nos invitó a bailar y tomar algo. La mayoría fuimos, pasamos unas horas agradables y cada quien regresó a casa. Al día siguiente, algunos compañeros me dijeron en tono de broma: “O sea, ¿tú vas a la iglesia y anoche estabas tomando?”. Desde la mirada religiosa, lo que hice está mal. Pero desde la mía, no. Yo no veo nada malo en ello. Y ahí está el dilema: la gente suele pensar en blanco o negro —“o eres de la iglesia y cumples todo, o no eres”—, mientras yo creo que la vida tiene muchos otros colores.

Y es en esos matices donde me encuentro. Asisto a la iglesia porque me gusta, porque me da paz, porque me ayuda a reflexionar. Respeto profundamente la fe de quienes están allí: cuando los veo orar o cantar con tanto sentimiento, casi envidio esa certeza, como si realmente pudieran ver y sentir a Dios. Son personas nobles, auténticas. Solo que yo elijo vivir la fe de otra manera, sin negar lo bello de lo humano, sin renunciar a la libertad de disfrutar lo que considero bueno y verdadero.

Quizá nunca logre un consenso entre mi visión y la de la iglesia. Pero tal vez ese no sea el propósito. Tal vez la búsqueda de Dios —o del sentido, o de la verdad— no se trate de encontrar respuestas absolutas, sino de atreverse a caminar en medio de las preguntas. Y yo, por ahora, prefiero seguir caminando, con mis dudas, mis convicciones y mis colores.