Martes, 11 de febrero de 2025
Estaba en la oficina con mi amiga, entre cosas pendientes y el ruido de fondo de teclados y teléfonos. Como siempre, no faltaban las bromas ni los comentarios tontos que nos sacaban carcajadas entre tarea y tarea. En un momento de pausa, se me escapó mencionarle que había visto por ahí a una chica que me tenía loco. Le conté todo lo que ya les he narrado: el restaurante, los nervios, el "mucho gusto" que no llegó a nada. Ella se rio con ese tono de "este tonto no tiene remedio" y, entre risas, me dijo:
—Tienes que hablarle, ¿qué esperas?
—Claro que sí —respondí, más para convencerme a mí mismo que a ella.
Terminó nuestro turno y salimos de la oficina, con el sol ya escondiéndose detrás de los edificios. Le propuse invitarla a cenar, pero con una condición:
—Vamos al restaurante, me acompañas, ¿sí?
Ella me miró con una sonrisa pícara y soltó:
—¿Solo me invitas porque te conviene? ¿verdad?
Nos reímos los dos, y yo, haciéndome el ofendido, le dije:
—Cómo crees, vamos nomás.
Subimos a su moto, el viento pegándome en la cara mientras esquivábamos el tráfico, y llegamos al restaurante. Nos sentamos en una mesa cerca de la ventana, charlando de cualquier cosa: el trabajo, el clima, las tonterías de siempre. Una mesera nos trajo la carta, y mientras decidíamos qué pedir, le señalé disimuladamente a Cristina, que estaba al fondo atendiendo otra mesa.
—Esa es —susurré.
Mi amiga la miró de reojo y asintió:
—Ah, sí, está bien bonita la chica.
No pude más que sonreír, porque era verdad.
La mesera tomó nuestro pedido, y mientras seguíamos conversando, yo, de rato en rato, volteaba a mirarla, como si con cada vistazo pudiera descifrar algo más de ella. Luego, la mesera volvió con nuestros platos, y de la nada, mi amiga —sin previo aviso— decidió tomar el control:
—Disculpa —le dijo a la mesera—, ¿sabes cómo se llama la chica que está allá?
—¿Cuál? ¿La flaquita? —preguntó ella, señalando con la barbilla.
—Sí, esa —respondió mi amiga, y antes de que pudiera procesarlo, añadió—: Es que le gusta a mi amigo.
Sentí la sangre subirme a la cara y solté una risa nerviosa, atrapado entre la vergüenza y la sorpresa. La mesera sonrió, como si ya hubiera visto este tipo de cosas mil veces, y dijo:
—Se llama Cristina.
—¿Y no sabes sus apellidos, de casualidad? —me animé a preguntar, aprovechando el impulso.
—No, lo siento —respondió ella, encogiéndose de hombros.
Mi amiga, imparable, insistió:
—Pregúntale, por favor. Mi amigo ya me tiene harta hablándome de ella todo el tiempo.
La mesera soltó una risita y asintió:
—Está bien, voy a ver.
Cuando se alejó, nos miramos y estallamos en risas. "Esto es ridículo", pensé, pero al mismo tiempo sentía una chispa de esperanza. Por fin tenía algo más que un nombre suelto.
Terminamos de cenar entre bromas y comentarios sobre mi "estrategia" inexistente. Antes de irnos, buscamos a la mesera con la mirada y la llamamos. Mi amiga, directa como siempre, preguntó:
—¿Sí conseguiste sus apellidos?
—¡Sí! —dijo ella, y mi corazón dio un salto—. Se llama Cristina [apellidos ocultos por obvias razones].
Me emocioné tanto que casi se me escapa un grito. Agradecimos, fui a pagar la cuenta con una sonrisa que no me cabía en la cara, y mi amiga me dejó en mi cuarto en su moto. Le di las gracias mil veces por ser mi cómplice improvisada y se fue con un "de nada" despreocupado.
Subí las escaleras de dos en dos, tiré mis cosas en la cama y saqué el celular como si mi vida dependiera de ello. "Cristina [apellidos]", tecleé en todas las redes posibles: Facebook, Instagram, TikTok. Nada. Probé variaciones, iniciales, todo lo que se me ocurrió. "¿Tan mala suerte puedo tener?", me dije, frustrado, mientras el brillo de la pantalla me devolvía cero resultados. Le escribí a mi amiga por WhatsApp: "No la encuentro”. Ella respondió rápido: "Quizás usa otro nombre, como Kristina, o solo las iniciales. Sigue intentando". Era una posibilidad, pero igual me sentía derrotado. Me tiré en la cama, mirando el techo, el celular resbalándose de mi mano. Me resigné esa noche, cerré los ojos y dejé que el sueño me ganara. Pero justo antes de quedarme dormido, una idea cruzó mi mente como un relámpago: si las redes no me daban respuestas, iba a tener que encontrarlas en persona. Y eso, amigos, iba a cambiarlo todo.
Continuará…